El tablero de la mesa, ligeramente inclinado 22 grados, sujetaba aquellos planos. Todo el estudio respiraba madera de roble, y crujía hasta en sus descansos. Maurice Koechlin y Émile Nouguier no dejaban de trabajar, la noche se rendía a sus pies ante lo que supondría una de las figuras de las artes más conocida en el planeta. En aquel estudio, de estanterías en cada esquina, y cartabones en las manos, se podía dormir soñando con el futuro del mundo. Y los sueños se quedaban atrapados en la boardilla, en el último pliegue del tejado a dos aguas, al lado de una pequeña ventana circular.
Un par de sillas ocupaban el centro de la habitación, no obstante, su única función era servir de soporte para montones de papel milimetrado sin usar, y unas cuantas reglas y escuadras enredadas por lazos familiares. Cada objeto, cada lámina, cada viga de madera formaban un todo, un mundo aparte, encerrarse en esa última planta suponía obviar el exterior de una forma discreta y que parecía casi sin querer. El viejo compás no tenía nada que envidiar al recién estrenado grafito, la humilde posibilidad de crear de ambos inundaba el alma de cualquier arquitecto, ingeniero o mente humana.
Los pocos días que la ciudad francesa se dejaba desnudar al sol, el cuarto quedaba desbordado por el calor y la claridad entre esponjosas nubes. En las hojas roídas sobraban números, líneas y supuestos tornillos, pero la idea estaba clara y no parecía esconder ningún secreto: Una torre muy alta con 4 columnas metálicas como base, unidas por arcos parabólicos.
¿Dónde se encontraba entonces la magia que haría famosa una sencilla torre metálica?
Hermoso micro. A veces la magia está en quien mira; otras veces en los números que hacen que se sistenga la obra de arte. Vigila los signos de puntuación; relatosmagar.com es un buen lugar para empezar. Gracias por seguirme en Twitter.
ResponderEliminarGracias por leerme y sobre todo por aconsejarme !! Un placer !
Eliminar...Sostenga...
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