Era azul y transparente. Era y es uno de mis lugares favoritos. Soñaba con ser una de sus criaturas para no salir de sus brazos. La frescura envolvía mi cuerpo, y la paz de vivir sin los pies en la tierra me limpiaba por dentro. Era lo más parecido a volar, bastaba con dejar caer la cabeza hacia atrás, elevar las piernas y ver sólo azul, azul y nubes.
A veces, el lugar era inmenso, y otras, eran 25 metros de largo por 16 de ancho. Sin embargo, la paz era la misma que cuando dormía en la cuna o en los brazos de mamá.
Y cuando me sumergía no escuchaba nada, nada más que el agua. El sonido del planeta respirando y dejando respirar. El tacto de un medio que se moldea, que se deja mover por una amplia brazada o por una ola rompiendo contra afiladas rocas. La inesperada tranquilidad de tumbarse sobre nada, y la rabia de no poder respirar debajo del agua.
Nadando en los entrenamientos ansiaba encontrarme con el momento en que ladeaba la cabeza, lo justo para coger aire, imaginando que la lámina de agua corta mi cara por la mitad en una perfecta línea vertical: Un ojo sumergido y otro en la superficie, observando por dos segundos el horizonte que separa la vida de la muerte. Jugar en esa línea, pensar en un medio ingrávido, extender los brazos y acariciar la superficie sin poder atraparla…Ya estaba yo atrapada en sus aguas, en sus bucles, cada uno diferente al anterior.
Una vez dentro, solo tenías que dejarte invadir por todos los márgenes, ceder cada poro de tu piel a la humedad, permitir que rodee todo tu cuerpo como no dejarías a nadie, dejar que el agua te rodee como nada ni nadie lo haría jamás. El agua era pura felicidad.
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