Un hombre de cabello oscuro y piel morena duerme tan profundamente como
si aquel vagón fuera su cama. A su lado yace otro hombre, despierto, de mayor
edad, piel aún más morena y pelo grisáceo. El mayor parece cansado, como si la
vida le pesara el triple y, sin embargo, no duerme o no puede dormir. El joven
duerme sin perturbaciones, sin ninguna preocupación de que le arranquen el
móvil de la mano o la mochila acolchada que seguramente guarda un valioso
portátil. A su lado, el mayor agarra su mochila roída. La misma parecía haber
salido de aquellos regalos que ofrecen las grandes empresas para publicitarse;
aún así, habría apostado mi mano derecha a que nadie en aquel vagón conocería
esa firma.
El somnoliento parece haber terminado ya su jornada de trabajo, en una
oficina con aire acondicionado en verano y calefacción en invierno. En cambio,
el sudor seco pegado a la camisa del sujeto de la izquierda te privaba de
pensar lo mismo.
“El dinero no da la felicidad”. Esta expresión nunca me terminó de
convencer. Da tranquilidad, y los tranquilos duermen profundamente como si
supieran que un ángel de la guarda les custodia el sueño y les miman las
noches.
La pobreza, antes de nada, nace, vive, se refleja y muere en la piel. El
rostro de aquel casi anciano evidenciaba toda su vida. Parecía que su piel
estuviera gritando y expulsando lo que por su boca no salía.
Se despertó y no tardó en levantarse y dirigirse hacia la puerta.
Indudablemente, ese polo le quedaba como un guante. Vestido con un traje a
medida y descubriendo alguna que otra joya en su muñeca, alzó la mano y empujó
el tirador. El tren había sobrepasado ya las estaciones de los barrios obreros
y se dirigía a los más adinerados. Me extrañó que el hombre de pelo canoso
siguiera en el vagón. ¿A dónde se encaminaba? En cualquier estación de las que
quedaban le habrían mirado por encima del hombro, y esquivado en cualquier
pasillo. Ningún guardia de seguridad o policía permitiría que la pobreza
contaminara alguna de esas calles con tiendas de Chanel y Swarovski.
Días más tarde, agarré un periódico de paso, dejé correr mis ojos entre
páginas y no tardé en encontrar una cara conocida entre las letras. Era él, el
mismo hombre de mochila roída y cabello grisáceo. La misma piel que pedía
auxilio a un mundo que no le entendería, y no creía que fuera a hacerlo. Sin
comprender qué hacía encerrado en una hoja de papel, intervino la razón y me
armé de valor para leer el titular:
“Un hombre de mediana edad muere al arrojarse a las vías”
Sentí pena, sentí impotencia. ¿Cuánto tiempo llevaría pidiendo auxilio?
Quizás toda una vida, y la única que acudió en su ayuda fue la muerte.
El diario escribió que un tren se lo llevó por delante. No estoy de
acuerdo. La pobreza ya le había matado mucho antes.